En toda población existe un conjunto de rumores en el ambiente, del que se forma una entonación acústica. Cada ciudad tiene su timbre de voz propia. Tengo mi resonancia de la Isla, como un caracol marino; lo acerco a mis oídos, oigo al Golfo, cuando hace mal tiempo. Primero resuena como una respiración profunda y sorda, poco a poco distingo la dirección de que procede. Es el zumbido de esa concha sonora del Playón, donde el Norte tañe el bordón del oleaje. Suena como un tumulto rumoroso, es la voz de un bajo profundo que llega a la ciudad, la invade con su cadencia y la envuelve en una ola musical eólica.

Por cada una de las callejuelitas que vienen del embarcadero al centro de la población, cortando las calles largas, desembocan ráfagas cargadas de notas que entre sí chocan y se deforman, agudos chillidos de gaviotas, ecos cadenciosos de las marinerías de los barcos; cadenas de anclas sacudidas por el oleaje; silbidos de cables, drizas y rebenques; confuso azotar de olas encrespadas y de hojas en las tupidas copas de los laureles y los almendros de la playa, y en medio de esta balumba la vibración engañosa de algún vapor que hace su entrada en la lucha con la borrasca, desplegando el grito de su sirena como un penacho de su audacia.

Pero también sonaban otros ecos callejeros y permanentes del lugar. Tres horas antes de la salida del sol, llegan hasta las hamacas los confusos crujidos de las carretas de Pueblo Nuevo, reventando de sandías, melones, frutas y toda clase de hortalizas que dejaban a su paso un penetrante olor a conuco, que se filtraba por las hendiduras de las puertas y ventanas. Pasos de personas que se dirigen a la Galera (antiguo mercado) a esas horas, diligentes, porque en mi terruño el que no madruga, no come; pasos que, cuando eran de mujeres, anunciábanse con un “chis chis” de las típicas chancletas de carro, sobre las escarpas.

Una conversación que pasa. Una que se deja oír, presa de un acceso de tos matutina. Una voz huracanada, que me parecía la de Luis Guerra. Un pregón caliente, humeante, exquisito y apetitoso de “¡Tamales de gallina”!” que era el mejor argumento para hacerlo saltar a uno de su lecho para llamar por la ventana al tamalero y comprarle su deliciosa mercancía, y en fin, algún endiablado muchacho, que en los barrotes de la misma hacia pasar un palo, produciendo una escala de marimba que maldita la gracia que tenía, para los moradores, de los entregados al sueño.

Durante el día toda la calle era de los que hablaban. La gente de mi tierra siempre tiene en los pulmones una refacción de gritos. Desde el interior de las casas, se decía: “¡Allá va Joaquín el Loco!” o bien “¡Me parece que esa es la voz de Pablo Góngora!”.

Por las tardes, la letanía enumerativa de Fabio, sobrino de la beata Guadalupe, que proclamaba uno a uno los interminables nombres de sus dulces, dejando para lo último y con buena provisión de aliento en los pulmones, aquel prolongado “¡Buuuuudííínn!” que parecía imitar primero el zumbido y al final el vibrante estallido de un cohete volador. Fuera de estas notas de campanario, no las había entonces de otra clase en el mío.

Glosario

Balumba: Conjunto desordenado y excesivo de cosas.

Drizas: Cuerda con que se izan y arrían las velas.

Rebenques: Cuerda o cabo cortos.

Fuente:

Añoranzas del viejo solar carmelita, Gabriel González Mier.

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